martes, octubre 17, 2017

A la vuelta de Armillán*

Un vértice entre montañas empinadas, tapiz de castaños y carballos apelotanados, empujados sin espacio. Laderas verdes por la falta del sol duro, debajo mar de sombras. Humedad de mil arroyos enredados que empapan el aire, el aliento y los suspiros.

Allí estaba “A casa da Pena”, paredes blancas y altas, frío constante, luz mínima. Entre piedras y olor a animales y a leña quemando. Las horas alrededor de la lareira cuadrada, ruido de fuego y humo desde la pared hasta el alma.
El tiempo contemplado por el Tío Antonio sobre el banco de la puerta. Terra de vellos y niños. Curas y amores clandestinos.

Arriba libros. Un detallado registro de los días, de la vida, de los años. Señalando ingresos y gastos, hoja tras hoja, milimétrica caligrafía. Cuentas de tocino, jamones y terneros. De tierras trabajadas con sudores de unos y otros. Patatas, cereales o hierva. Líneas que dibujan la esperanza de pasar los inviernos.
Palabras que van, vienen, vuelven y se repiten.

Aquel padre que hacia traer periódicos y libros al fin de aquel mundo. Un hombre a quien todos fiaban. Vivió bajo el temor de un dios, una mirada seria, erguida, y tímida. Repartió pecas y piel blanca. Piernas y brazos duros que lo caminaron todo renunciando a sueños. Desde un lugar dónde los destinos no se elegían. Movido por la fuerza irracional del deber.

Una mujer desconocida, rodeada de un silencio discreto, para la que no estaban reservados capítulos en la historia. La imagino en un no parar, en un hacer sin tiempo para las caricias. Piel de manos duras. Miedos vencidos por la fuerza de la realidad, como una Úrsula que todo lo contempla y sabe.

El camino hacia la escuela en la mañana y de vuelta en la noche. En un ansia de aprender y conocer, horas multiplicadas. No poder parar, no poder dejar de leer. Aquellos niños varones arrojados a una batalla contra el tiempo que se convirtió en una obsesión y también poco a poco en sus celdas.

Aquel profesor traído por la República a un Monseiro escondido en los mapas. Desde allí fue dónde dibujaron horizontes por encima de las montañas empinadas y derribaron los muros de la Vega de Sarria. En la escuela se derrotó al destino de aquellos niños con mil complicidades todas necesarias.

Pepito de Armillán heredó del trabajo del campo la capacidad de esfuerzo y trabajo sin fijar límites. Vivió desde un lugar dónde la queja no tenía sentido, como tampoco lo tenía interrogar al ánimo o hablar del tiempo. Cuando el reflejo y la inercia de tirar tiene más fuerza que ningún confort desconocido. El arraigo también pronto dejó de ser una carga para un niño desterrado en Lugo.

Nacer en tierra de frío sobre el sentimiento se vuelve una ventaja, como para las piedras. La mirada hacia lo infinito, la fascinación por lo que viene y la esperanza por lo que vendrá. La actitud es buscar. Allí se acostumbraron a escachafar y apuntar en los libros, a empezar a escribir sus historias con sus dedos gruesos.

Aquella generación blindada contra el dolor por hermanos de niños muertos. Un pueblo que vivió y contempló la vida desde otro escalón. Libres de ataduras a lo material y a lo sentimental. También todos por momentos se vieron sorprendidos y abatidos por la emoción. 

Nuestros padres dieron sus primeros pasos hundiendo los zapatos en la tierra húmeda, charco que salpica la parte de atrás de los pantalones. Recorrieron mundos cercanos y lejanos, fueron los primeros en cruzar muchas fronteras. Ahorraron siempre tiempo de celebraciones y descansos.

Todas esas claves son ahora contempladas por nosotros, mil años después, como extraños fascinados. Descubriendo piezas mezcladas de un puzzle que además de nuestro propio origen es el del pueblo compartido de Galicia.