Paréntesis en el frenesí de los ríos que nos llevan. Tirabuzones
en un otoño infinito. Puerta abierta lo suficiente para que después de las piernas
arrastráramos los cuerpos emparejados.
Madrid es un horizonte inmenso de tejas, de tejados de aguas
imposibles y buhardillas triunfantes. Edificios apelotonados que desde la terraza
se ven como fundidos en uno, por diferentes épocas. El lujo y la patera.
Abajo las calles estrechas, aceras que separan un pelotón de
tabernas, de historias de risas, esperanzas y penas. Calles de guerras
olvidadas. Trozos de barras desperdigadas en diferentes bares, como piezas de
un puzle, unidas por clientes que entran y salen de forma incesante. Grifos de
cerveza comunicados por un sinfín de tuberías bajo las calles. Cafés elegantes
de mantel de hilo y garitos enterrados.
Almas inquietas que peregrinan por sus calles buscando
rastros de novelas, de ilusiones, de emociones deseadas. Tiendas de lujo y
otras abiertas veintiséis horas al día. Un lugar desde dónde el cielo mira ya incrédulo.
Madrid es la Bohemia dónde expresar y desarrollar lo oculto,
esos yos escondidos de lágrima fácil. Emociones ante la luz o la sombra de la música
o del silencio. La oportunidad de vivir de otra forma, de tejer otro cacho de
vida aunque sea metido en un paréntesis. Ladridos lejanos a nuestras espaldas.
Miradas cómplices rodeadas de pasos. Así deben de ser los días después de la
fuga. Calles para perderse sin motivos. Rodeados
de mil señales sugerentes, de sueños y descanso. De paz con miedo. Muy cerca otras
almas vagan desde el espanto.
Así, como otros, se dejan llevar por la sin razón que produce no
parar de caminar por las luces y la oscuridad de Madrid.
(Y Nuria se quedó dormida en el teatro)
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