domingo, octubre 14, 2018

Crónica desde Amsterdam

Donde no hay montañas hay cielos inmensos.

Grupos descalzos alrededor de bolsas abiertas, dando la espalda a la música. Hexágonos perfectos, simétricos, completando cada espacio vacío. Todos hablan en silencio, con sus cervezas, con diferentes colores de piel y ropas, mil idiomas mudos de gestos y sonrisas.

En las calles hay cortinas abiertas y luz en las estanterías llenas de libros ordenados. Gatos que vigilan los pasos desde detrás de las ventanas. Bicicletas aceleradas por railes invisibles. Rutas caóticas que las luces tejen en la noche. Agua que corre despacio, entre patos. Un mar calmo y frío, por la noche un viento helado.

Flores, cómo de mentira, como un pretexto para hacer un dibujo. Una excusa para dar un paseo a buscarlas. Sillas en la calle, girando al sol, hierro fundido, espacio minúsculo. Esquina de olor a café.

Un lugar donde tolerar siempre fue una actitud. Esa inercia de ante cualquier duda, dejar. Donde llegaron judíos escapando de Lisboa, desde donde marcharon a seguir buscando. De iglesias reformadas. Un lugar donde los pintores no pintaban reyes ni papas.

Entre esas calles viven hombres atrapados por su cultura oculta, herencia de rostros previos, de anhelos colectivos, de pérdidas y de conquistas. Lastres abandonados. Rastros de libertad. Desde donde una y otra vez surgió el individuo.

No hay comentarios: